sábado, 4 de octubre de 2008

SAN FRANCISCO DE ASÍS


Nacimiento

(Enero-febrero, 1182). Francisco nació en Asís, ciudad umbra del centro de Italia, en ausencia del padre, Pedro de Bernardone, rico importador de tejidos franceses de calidad, que luego vendía en los mercados de la región. Su madre, madonna Pica, lo bautizó con el nombre de Juan, pero su padre, al volver, empezó a llamarlo "Francesco" (francés). El mísmo día de su nacimiento un peregrino llamó a la puerta de su casa y recibió de Pica una generosa limosna. Entonces él, agradecido, bendijo al pequeño, anunciando que sería uno de los hombres más buenos del mundo.
Un día Dios le habló
Francisco, siempre generoso con los pobres, ahora lo era mucho más. Un día despidió de la tienda a un mendigo con malos modos, pero enseguida se dijo: "Si te hubiese pedido algo en nombre de un gran señor se lo habrías dado. ¡Cuánto más deberías darle, si te lo pidió en el nombre del Señor de señores!" Y se comprometió a no negar nunca más una limosna a quien se la pidiera a Dios.

Cruz de San Damián
Un día salió a dar un paseo y entró a rezar en la vieja iglesia de San Damián, fuera de Asís. Y, mientras rezaba delante del Crucifijo puesto sobre el altar, tuvo una visión de Cristo crucificado que le traspasó el corazón, hasta el punto de que ya no podía traer a la memoria la pasión del Señor sin que se le saltaran las lágrimas. Y sintió que el Señor le decía: "Francisco, repara mi iglesia; ¿no ves que se hunde?

Las llagas

La madrugada del 14 de septiembre, fiesta de la Santa Cruz, antes del amanecer, estaba orando delante de la celda, de cara a Oriente, y pedía al Señor "experimentar el dolor que sentiste a la hora de tu Pasión y, en la medida de los posible, aquel amor sin medida que ardía en tu pecho, cuando te ofreciste para sufrir tanto por nosotros, pecadores"; y también, "que la fuerza dulce y ardiente de tu amor arranque de mi mente todas las cosas, para yo muera por amor a ti, puesto que tú te has dignado morir por amor a mi". De repente, vio bajar del cielo un serafín con seis alas. Tenía figura de hombre crucificado. Francisco quedó absorto, sin entender nada, envuelto en la mirada bondadosa de aquel ser, que le hacía sentirse alegre y triste a la vez. Y mientras se preguntaba la razón de aquel misterio, se le fueron formando en las manos y pies los signos de los clavos, tal como los había visto en el crucificado. En realidad no eran llagas o estigmas, sino clavos, formados por la carne hinchada por ambos lados y ennegrecida. En el costado, en cambio, se abrió una llaga sangrante, que le manchaba la túnica

¡Bienvenida la hermana muerte!

Un día el médico Buongiovanni, amigo suyo, forzado por el Santo a decir la verdad, le confesó sin rodeos que su mal era incurable y que moriría a finales de septiembre o, todo lo más, a primeros de octubre. Oído lo cual, exclamó: ¡Bienvenida mi hermana muerte!. También un fraile, tal vez fray Elías, le comunicó su próxima partida y, para preparar su ánimo, le dijo que su muerte, aunque dolorosa para los hermanos y para muchísimas personas, para él supondría un gozo infinito, el descanso de sus fatigas y la mayor de las riquezas. Y lo invitó a dar a todos ejemplo de serenidad y gozo. La respuesta de Francisco fue llamar a fray Ángel y fray León y ponerse a cantar el Cántico del hermano Sol, al que le añadió una nueva estrofa, que decía: Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la que ningún hombre vivo puede escapar. ¡Ay de los que morirán en pecado mortal! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte segunda no le hará mal. Al anochecer del sábado
3 de octubre, a pesar de haber ya oscurecido, las alondras seguían revoloteando alrededor de la casa donde Francisco yacía moribundo. A los presentes les pareció la señal de que había llegado el momento. Le faltaban dos o tres meses para cumplir 45 años. Había segundo al Señor durante más de 20 y los dos últimos los vivió crucificado y gravemente enfermo. Uno de los muchos hermanos presentes vio su alma elevarse como una estrella, grande cuanto la luna y brillante como el sol, sobre una nubecilla blanca. Muy lejos de allí, en el sur de Italia, fray Agustín de Asís moría a la misma hora, exclamando:¡Espérame, padre, espérame, que me voy contigo!. Otro fraile lo vio vestido de diácono y seguido de un cortejo de personas que le preguntaban: ¿No es ese Francisco?", ¿No es Cristo?, y el fraile a todos respondía que sí, pues a todos les parecía la misma persona. También el obispo Guido, ausente de Asís por una peregrinación, lo vio en sueños que le decía: Mira, padre, dejo el mundo y me voy a Cristo.

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